"Las manos del ahorcado", Brisa
La noche parecía haberse escapado de una historia de terror, el viento gritón se escapaba en triciclo despavorido, las estrellas se tomaban de las manos tan fuerte como podían, y los grillos y las luciérnagas se sentaban a charlar bajo la luz de un farol.
Los niños caminaron durante largas horas, en compañía de la soledad, y el leve resplandor de una linterna, buscando, el lugar más tenebroso para pasar la velada, e internándose en un sendero de tierra rodeado por altos pinos y eucaliptos. A lo lejos del camino pudieron ver enormes murallas de piedra con crucifijos de metal y de madera.
Sin duda alguna... ¡Estaban cerca de un cementerio abandonado! Y entusiasmados, no cavilaron un solo minuto en quedarse allí. Buscaron el sitio más cómodo, acomodaron sus bolsos, recorrieron el lugar, juntaron hojas y ramas, y encendieron un fogón para calentarse del frío.
Con el correr del tiempo, los cuentos de terror en ronda, alrededor del fuego, se hacían cada vez más escalofriantes, y la vez, la noche se ponía más oscura.
Cuando el reloj marcó las doce, se asomó la luna llena, que tenía un miedo que ni te puedo contar, y los muertos se asomaban desde sus tumbas con sus rugosas y delgadas manos y con un hambre de locos, de esas hambres que poco se ven.
Asustados todos los pequeños echaron a correr, buscando un escondite seguro para refugiarse,
después, hicieron planes para acabar con todos los zombies y salieron decididos a luchar contra ellos. Espada con espada, y cuerpo contra cuerpo, pelearon hasta el amanecer y se sintieron Super heroes al ver que todos los esqueletos quedaron transformados en polvo mágico. Pero no se dieron cuenta, de que aún quedaba uno, entonces, lo tomaron del cuello y lo colocaron de nuevo en su tumba.
Finalizada la aventura, los niños tomaron todas sus pertenencias, y caminaron hacia la puerta de salida, con la idea de nunca más regresar. Pero detrás de ellos unas manos sangrientas se hacían presentes.